Ohh, horror… ¡he de subirme a una báscula!

Ohh, horror… ¡he de subirme a una báscula!

Hace unos días hablaba de que hubo una época en la que me obsesioné por estar delgada, que desembocó en un periodo depresivo y que superé la depresión pero no mi obsesión por controlar cada cosa que llevaba a mi boca. Hoy en día todavía no he superado esa obsesión y estoy bastante segura de que no lograré que desaparezca por completo nunca. Diría que ella y yo hemos conseguido llegar a convivir respetándonos la una a la otra, aunque ambas sabemos que la otra merodea por la habitación de al lado. Poco a poco intento moldear ese trauma en la medida de mis posibilidades, pero es un material demasiado duro y requiere muchísima manipulación.

La principal manifestación de mi obsesión es que tengo verdadera fobia a subirme a una báscula.

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Cuando vivía con mi anterior pareja tenía la costumbre de subirme a la báscula cada viernes por la mañana, en ayuno, después de orinar y completamente desnuda. El día elegido era el viernes porque era el día de la semana más alejado del fin de semana previo durante el cual se producían los «excesos». Por lo tanto, el viernes era el día con mayor probabilidad a visualizar el número más pequeño en aquel elemento «fastidiador» del baño. Además, intentaba evacuar el día de antes (con laxante si hacía falta) e ingerir la menor cantidad de alimento y líquidos desde entonces hasta el momento del ritual.

Los valores solían oscilar entorno a los 50kg, unas veces más y otras un poquito menos. La primera opción provocaba un mayor control durante el fin de semana y la semana posterior, tratando de evitar las comidas más calóricas en la medida de lo posible. Durante una semana de esas una celebración de un cumpleaños con tarta podía causarme gran preocupación y ansiedad. Un mayor cuidado significaba que a la semana siguiente el peso bajaba, y yo volvía a ser feliz. Por lo tanto, una semana estaba UP y a la siguiente estaba DOWN.

El problema era cuando llegaban las Navidades y el día 24 de Diciembre caía en miércoles y el día 25 en jueves, o cuando los compañeros de trabajo organizaban una comida en un restaurante un martes, ¡me desmontaba toda mi planificación! Y para evitar demasiados disgustos, dejaba pasar un par de semanas para que mi cuerpo volviese a su rutina habitual y asegurarme un numerito digno en mi báscula.

Ni que decir tiene que entonces mi dieta era ultra light (que no saludable), baja en grasas e hidratos de carbono.

Llegó un día en el que, después de varias semanas consecutivas de no poder cumplir a raja tabla mis auto-imposiciones, decidí abandonar la costumbre del pesaje del viernes y vivir la felicidad del ignorante. Esto disminuyo mi preocupación semanal, si bien no eliminó mi ansiedad antes y después de las revisiones médicas anuales del trabajo, siendo todavía mayor debido a que el periodo en el cual había perdido el control era mucho mayor (aproximadamente de 1 año).

Un embarazo implica aumentar mucho el peso y no perderlo todo en el parto, así que una de los mayores miedos ante un embarazo era el de no poder volver a recuperar mi figura. Así que, para prepararme para lo que me esperaba,  el año pasado empecé a hacer terapia con mi psicóloga para intentar superar este miedo irracional. Una de las primeras cosas que me propuso era la de controlar mi ansiedad al subirme a una báscula. Así que decidí coger el toro por los cuernos y volver a reencontrarme con mi archi-enemiga. Y un viernes de esos me volví a pesar, y vi la escalofriante cifra de 55kg. ¡Un 10% más que mi mejor marca! De nuevo volví a tomar el control riguroso de mi ingesta de alimentos.

A las 2 semanas me enteré que estaba embarazada. La alegría me inundó, pero el embarazo significaba pasar por la matrona y subirme de nuevo a una báscula.  Ahora sí que estaba perdida, ¡no podía prepararme para mi «test de gordura»!, mi bebé necesitaba que yo me alimentase bien.  Y me sentí atrapada en mi miedo, sin saber cómo salir.

El amor por mi bebé podía más que mi trauma, engordaría todo lo que hiciese falta por él. La báscula de la matrona habló: 54kg, pero volví a mi casa ilusionada por engordar por y para mi angelito. Lamentablemente, unas semanas después perdí a mi bebé. Ya no tendría que pesarme más, así que mis miedos ya no tenían sentido.

Desde entonces no me he vuelto a pesar ni he retomado las acciones para superar el problema. De momento hay otros conflictos más urgentes por resolver.

Tengo que decir que yo me veo guapa frente a un espejo y que mis miedos son a tener datos objetivos que puedan hacerme ver que he engordado. No es el número en sí (bueno, sí lo sería si el número fuese de 70kg) , sino la comparación con el número anterior. En otro capítulo hablaré de cómo me protejo ante el miedo a recibir otros datos objetivos (por ejemplo, de la ropa). También creo que ese miedo horrible a engordar es debido a la etapa tan dura que viví cuando deseaba perder peso. Sé que si engordo tengo suficiente fuerza de voluntad para seguir una dieta y perder peso, pero es preferible que no me vea en esa situación. Por último, hay otro factor que es la adicción al perfeccionismo que sufro que hace que no pueda soportar la idea de verme gorda en algún momento y que no admita ningún desliz con respecto a las comidas.

Capítulo 3: Las consecuencias

Capítulo 3: Las consecuencias

Ver entradas relacionadas anteriores: El origen, La depresión

…. Y llegó el verano del 2001. Me molaba ir a las tiendas a comprar ropa y todavía más que la gente te dijese lo guapa que me veían; me sentía cómoda con mi nueva imagen. Solucioné el tema del alojamiento para el siguiente curso académico: una amiga de toda la vida me había ofrecido una habitación que había quedado libre en su piso de alquiler. Mi infierno había terminado, me sentía muy feliz y decidí que era hora de olvidarme de la báscula y volver a comer de forma normal de nuevo.

Y los 2 años siguientes los disfruté a tope. La convivencia con mis compañeros de piso era genial: nos turnábamos para cocinar, hacíamos la compra común, comíamos y cenábamos juntos, compartíamos muchos momentos junto a la televisión… También empecé a conocer y relacionarme con mucha gente: amigos de unos y otros se pasaban por el piso, organizábamos cenas, acudíamos a las fiestas universitarias…Sacar notas más que decentes me resultaba cada vez más fácil. Me apunté a una academia para sacarme el carnet de conducir y también a clases de alemán. Todo era ideal, y yo siempre estaba sonriente y alegre.

Pero pronto empecé a darme cuenta de que los pantalones empezaban a no poderse abrochar y que las fotos mostraban mi sonrisa entre dos molludos mofletes. Entonces una alarma saltó en mi cabeza y me di cuenta de que no podía tener el cuerpo que yo deseaba simplemente dejando de picotear entre horas, sino que iba a tener que cambiar mis habitos alimenticios para siempre. Y volví a iniciar una nueva dieta, aunque en esta ocasión no tan radical.

Y desde entonces soy esclava de mi cuerpo. No puedo soportar la idea de volver a engordar y prefiero que me ocurra casi cualquier cosa (perder el empleo, por ejemplo) a verme con unos kilitos de más. Para mí sería una verdadera tragedia volver a ver en un espejo un cuerpo que no conseguiría aceptar.

En otro post profundizaré en estos temas de la obsesión por estar delgada y de cómo me afecta al tema de la fertilidad y una posible futura maternidad.

Capítulo 2: La depresión

Capítulo 2: La depresión

Como comenté en el post que titulé El origen, a comienzos de 2001 caí en una depresión provocada por mi obsesión por tener un cuerpo 10 a la vez que trabajaba por  un expediente académico con el mínimo número de manchas posibles. Volver al piso de estudiantes después de las Navidades se me hizo realmente duro, estaba muy triste y además tuve la mala suerte que la relación con mis compañeras de piso no era nada buena. Ellas habían quedado un poco más rezagadas que yo en las asignaturas y no habían podido pasar al 3er curso, mientras que yo sí que había conseguido sacar todo lo de los cursos anteriores con resultados bastante buenos, y eso creó una relación tensa con una de ellas. No sé si porque ella era muy orgullosa o estaba un pelín celosa; la verdad es que ni siquiera lo llegué a saber nunca, pero su comportamiento hacia mí comenzó a ser cada vez más extraño, como tratando de ignorarme o despreciarme, ni siquiera lo sé exactamente porque no lo llegué a descifrar jamás.

Me refugié en otras muy buenas amigas del grupo, a las que tengo mucho que agradecer, e intentaba pasar con ellas el máximo número de horas en la Universidad. Quería estar el menor tiempo posible ese piso generador de angustia. Cuando volvía por las noches me encerraba en mi habitación a estudiar; no creo que fuese únicamente por no comer, creo que también se convirtió en el modo de evitar toda posible relación con mis compañeras, como un modo de escape. Pasaba frío, había perdido una buena capa de grasa y tampoco llegábamos a un acuerdo acerca del encendido y el apagado de la calefacción. Dejé de tener la regla.

Y acabaron las clases y llegó la época de exámenes;  y yo hice mis maletas y me fui de vuelta a casa de mis padres a intentar sobrevivir. Y allí empecé a subir la cuesta más dura de mi vida. Me levantaba por las mañanas deseando que llegase la hora de irme a la cama, y ese deseo me provocaba angustia porque  el tiempo pasaba y  no conseguía concentrarme, y Febrero se aproximaba amenazantemente. Incluso llegó a haber momentos en que hubiese preferido no seguir viviendo. Los días pasaban muy lentos.  Mis padres se iban a trabajar y me quedaba sola en casa, cogía mis cosas e iba del dormitorio a la cocina, y de la cocina al dormitorio, y ponía música animada de fondo que me hiciese compañía, y el sonido de las llaves en la puerta era la más maravillosa melodía que sonaba durante toda la tarde.

Durante el «exilio» continuamente me venía a la cabeza el piso de estudiantes, no quería volver allí nunca más. Mi madre intentaba buscarme una alternativa, que, evidentemente, suponía un gasto añadido para ellos: buscar un piso para mi hermana y para mí, mirar si yo podía entrar en alguna residencia de estudiantes con el curso ya empezado, buscar alojamiento en otro piso, etc. Y yo pensaba en el dinero que se estaban gastando en pagar el alquiler de ese piso y sufría por el esfuerzo que les estaba suponiendo y que yo estaba derrochando como una niña consentida. Además de triste y angustiada, me sentía culpable.

El tiempo pasó …. y superé el gran hito: Febrero 2001  ¡Por fin!

Si bien es verdad que en esta vida me he tropezado unas cuantas veces, también lo es que he sabido buscar ayuda en los profesionales cuando lo he necesitado. Tras esas espantosas semanas, acudí por primera vez a un psiquiatra que me diagnosticó la depresión, y comencé a tomar antidepresivos. Y también volví al piso de estudiantes;  había pensado que intentaría estar durante el día ocupada en la Universidad y volvería únicamente a dormir,y en paralelo iría buscando alternativas para el siguiente curso.

Cuatrimestre nuevo, vida nueva. Y se fue el invierno y llegó la primavera con el buen tiempo. Poco a poco empecé a comer un poco más y a no sentirme mal por ello. Volvió a aparecer la regla.

Finalmente, las aguas habían vuelto a su cauce.